Por Katiuska León Borrero

Le conocí un sábado en la noche, justo al llegar a un culto unido de fraternidades.  Yo me había ausentado del templo por varios meses debido a una larga recuperación tras un proceso quirúrgico que me dejó en un estado clínico delicado, pero al retornar a mi amada iglesia fue este hombre de mediana estatura, tez trigueña y hablar pausado, quien me recibió en la puerta y me dio la bienvenida.

Al ver al nuevo ujier hice la correspondiente pregunta:  quién es este hermano?

Se trata de Félix Luis González- me dijo una persona allegada- Es una bendición, lleva ya varios meses con nosotros y tiene un testimonio interesante.

Aquellas dos últimas palabras (testimonio interesante), incrementaron más mi curiosidad.  Por eso no pasaron muchos días para que me dispusiera a interpelar al testimoniante para descubrir su historia de vida.  Y ciertamente Félix acaparó mi atención.

“Antes de venir a los caminos de Dios yo era un pecador más entre muchos, sumido en el alcohol y metido en unos cuantos problemas a causa del alcoholismo… Mi madre en ese tiempo sufría mucho por mi causa, a penas dormía… ¡Cuánto lloró! ¡cuánto la hice sufrir!”

Después de aquella declaración pensé que no iba a poder continuar con su relato, incluso llegué a sentir en mi garganta el peso del nudo que se hizo en la suya.  Cuando un ser humano piensa en el dolor que le causa a sus seres queridos, es atrapado en un lamentable sentimiento de culpa y de dolor que pocas veces se supera.

Pero Félix ya había crecido en amor y fe, ya había madurado en la palabra y sabía que, aunque su pasado era parte de su historia, Cristo había llegado para transformarlo y hacerlo nueva criatura.  Eso le dio nuevas fuerzas y entonces pudo continuar el diálogo, o más bien el monologo, porque yo estaba tan extasiada con la historia que penas pude preguntar, él lo dijo todo sin esperar por pregunta alguna.  Parecía como un rayo, que da su luz antes de hacer el estruendo.

“Uno de los días más tristes de mi vida fue el 31 de diciembre de 1999, también fue triste para mi mamá.  Ese día lo pasé en prisión, había sido acusado por delito de encubrimiento…lo más triste de eso es que había cogido la casa de mi madre como almacén para guardar bienes y objetos que habían sido robados por unos amigos de andanzas y alcohol.

Yo era ese eslabón de la banda que ponía su casa como depósito para luego darle salida para la calle y obtener dinero fruto del robo con fuerza.  Solo por eso me daban una buena parte del dinero.

Pero ya Dios estaba guardando de mí.  No me condenaron a presidio, sino que me impusieron una pequeña sanción. Solo que yo no admitía que la mano del Señor estaba ya sustentándome, por eso volví a consumir alcohol una y otra vez.

Recuerdo que el hermano Armando Masabó y su esposa Lázara comenzaron a visitarme y a llevarme palabra.  Éramos vecinos por ese entonces y veían que yo estaba hundiéndome cada vez más en el precipicio.  Recuerdo que en mi casa nos reuníamos a cualquier hora, temprano en la mañana, tarde en la noche, con el sol más intenso del medio día, y nos poníamos a beber hasta perder la razón.

Un día Mandy se atrevió a ir hasta donde estaba todo el grupo de alcohólicos que, ya ebrios por completo, se pusieron bastante irritados y tuvieron un fuerte altercado con el predicador.  Pero Mandy no retrocedió en el propósito y nos llevó palabra.  

Días después, completamente borracho, me caí de un coche cuya rueda me pasó por encima del tobillo partiendo el hueso en mil pedazos.

Cuando llegue al hospital el ortopédico me dijo: “eso no tiene solución, tal vez no puedas volver a caminar.”  Pero, reitero, ya Dios estaba en el asunto porque dos personas de fe estaban orando fervientemente por mí.

Después de eso sentí que ya no podía más, que mi vida estaba cuesta abajo y quise clamar a ese Dios del cual me habían hablado.  Entonces una mañana llegue desesperado a casa de Mandy y solo le pedí que me enseñara a orar.  Él me tendió la mano como un verdadero hermano y, junto a su esposa, oró por mí.

Sentí que algo se estremecía en mi interior, sentí una necesidad inmensa de cambio porque hasta ese momento nada me había hecho feliz. Quería una vida nueva, con paz, con amor, con verdad, y definitivamente la encontré en Cristo.  Eso fue un sábado y el domingo vine a la iglesia apoyado en muletas y así, con paso inestable y doloroso, llegué al altar y allí acepté al Señor como mi único salvador… ¡Que tremenda experiencia! Desde entonces siento que verdaderamente soy otro.

A poco tiempo de mi conversión regresé al médico para hacerme una rehabilitación en el tobillo y el especialista me dijo: bájate de la mesa que tú no tienes nada.  Ahí confirmé lo que había sentido una noche anterior a la consulta. Yo sentí, medio dormido y medio despierto, que los huesos del tobillo se movían, Dios los estaba llevando a su lugar.  Fue de esa manera que mi Señor contestó una de mis primeras oraciones, la sanidad, porque yo quería caminar para llevar su palabra a otras almas.

Si el Señor pudo sacarme a mí del alcohol, de la calle, del robo, de la mentira, puede sacar a los demás.  No hay alma dura para un Dios tan poderoso y ese es el mensaje que quiero llevar.

Me siento feliz de servirle, primero como ujier y presidente de la fraternidad de hombres en la primera iglesia metodista de Bayamo, luego como presidente de la fraternidad en todo el distrito Sierra Maestra.”

Después de escuchar toda aquella historia no pude menos que apretar su mano y decirle Dios te bendiga más.  Pero cuando pensé que ya habíamos acabado algo más me sorprendió.

Cuando en el año 1996 surgió en Granma el canal provincial de televisión CNC, Félix había pensado:  “Ojalá un día pueda trabajar en el audiovisual”, lo que no sabía este hombre es que Dios ya lo tenía reservado para una misión como esa. 

Hoy, para orgullo de todos lo que hacemos parte del Ministerio audiovisual Troas, Félix fue de sus primeros miembros.  Habilidoso en la cámara y muy ágil para hacer producción, es este hermano que fue sacado de tinieblas a Luz.

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